El lobizón es el asustador criollo más popular en ambas orillas del plata y aquí en nuestro país, no hay, seguramente, alguien que alguna vez no haya oído hablar de este hombre maldecido, que se transforma en las noches de luna llena y que vaga por los campos, pudiéndosele atravesar a un pobre paisano cuyo destino no fue el mejor, e incluso a nosotros, citadinos en busca de aire puro en una noche de acampada. ¿No es eso lo que nos cuenta la tradición oral?
Hace dos años, un obrero de la construcción, me contó un episodio de su vida que le ha costado olvidar y que tiene relación, o eso supone él, con el popular lobizón. Les cuento aquí lo que en esa oportunidad de él pude escuchar.
Hombre de pesca, hijo del monte, acostumbrado a la caza y el compartir con la barra las noches serenas y las carpas, con un buen amigo de años, decidieron hacer una salida “cortita” nomás; de una noche para ser precisos. Así escogieron la zona de rincón de Giloca, que dista poco mas de 20 kilómetros de nuestra ciudad, Tacuarembó, eso es a unos veinticinco minutos. Con la intención de cazar unos tatúes, se embarcaron una noche con una perra de esas bien criollas, baqueanas, acostumbrada a este tipo de salidas y que suelen ser la mejor compañía en los vastos campos de nuestro país. Llegaron ya entrada la nochecita, dejaron la moto muy cerca del camino vecinal que habían tomado y una vez se alejaron de la carretera (ruta 26), armados nada más que con ganas, una tatucera y la fiel perra, comenzaron a andar el campo, bajo un cielo despejado. Dice nuestro amigo que ni una brisa soplaba, todo estaba tranquilo, una noche perfecta; pero una noche que empezó sin novedades. Pasaron las horas y las mulitas y tatúes no daban señal de vida; nada. La pequeña perra como siempre nunca fallaba, acostumbrada estaba a ir delante, nunca esperaba a que se adelantaran. Atentos a la menor señal, esperaron a que se detuviera, allí sabían, darían el golpe. Más no sucedió.
Por fin decidieron volver; habían disfrutado de una noche preciosa pero mala para la caza. Llegando entonces a una tapera, que quedaba, según recuerda, sobre una loma, vieron que la perra estaba quieta, muy quieta. Seguro que algo había visto. Cuando por fin llegaron, procurando no hacer ningún ruido, prontos para la primera presa, se encontraron con una sorpresa. Frente a la perra, a unos pocos metros, entre el pastizal, se alzaba un animal que no supo describir a la perfección, porque como me contó, nunca había visto un “bicho” así. Al principio no distinguió si era un jabalí; podría ser, pensó. Un animal grande y oscuro por nuestros campos tiene que ser un jabalí; pero no, se dijo, cualquiera sabe (o algunos sabemos) que el jabalí es un animal que no tiene el hábito de atacar a las personas, a excepción claro, de que se encuentre acorralado, en ese caso son extremadamente peligrosos. No, eso no era un jabalí, porque este sería entonces el primero que no solo no huía sino que además hacia frente a los hombres, sin mencionar a la perra, que para entonces seguía sin moverse ni un ápice. Para empeorar la situación, ambos notaron que obviamente estaba aterrada. Le pregunté entonces sino se hablaron, sino dijeron algo o gritaron tratando de ahuyentarlo. Me dijo que fue uno de esos momentos en que uno se queda sin palabras y contempla sin saber qué hacer. Con el animal frente a ellos, ninguno se movía. La perrita fue la primera que se retiró parándose detrás de los dos. Eso fue, según me dijo, algo que nos despertó, es decir, algo andaba realmente mal. Lo más extraño es que sin mediar palabra, ambos se dieron la vuelta lentamente, como de común acuerdo y comenzaron a caminar sin una idea fija, sin una intención clara, solo alejándose de aquello. No miraron atrás, no hablaron por un buen rato. Solo después de caminar, lo que tal vez creyeron suficiente, comenzaron a hablar de lo que habían visto, a sacar conclusiones. Cuando me contó la historia parecía dudar en decirme qué pensaban en aquel momento. Me dijo dos, tres cosas. Cuando le pregunté si creía que había sido el “famoso” lobizón, me dijo que no sabía, que podía ser, porque nunca habían visto un animal así, sobre todo hallaron extraño el tamaño y la actitud; la falta de miedo al hombre.
Pero volvamos a ese momento, cuando están caminando por el campo, la hora seguía avanzando e increíblemente me dijo que no habían abandonado la cacería, seguían comentando lo que había pasado mientras buscaban las escurridizas mulitas, pero eso sí, caminando ya rumbo a la moto. Se dieron cuenta entonces de algo que ya habían notado, aunque hasta el momento ninguno había querido mencionarlo; la perra no era la misma de siempre. No iba delante tratando de robarse el espectáculo, iba detrás y casi a cada momento se detenía, giraba la cabeza y miraba en dirección a donde habían visto el extraño animal. Eso fue el detonante para darse cuenta que la situación no era la mejor; algo los seguía. Desde allí fue una caminata con tintes de carrera. Cuando por fin llegaron al camino, arrancaron la moto y volvieron aquí, a la ciudad; no muy lejos, por supuesto.
A pesar de que he contado la historia con algunos “adornos” literarios (dentro de mis limitaciones), estos solo tiene la intención de hacerla más disfrutable, no tan simple, pero les puedo asegurar que los hechos que en ella narro no son producto de mi imaginación sino que me los contó lisa y humildemente uno de sus protagonistas, a quién respeto como cualquier otro que tenga una historia que contar. Será luego cada uno, que con su libertad de opinar, “juzgará” si es verdad o no.
¿Saben?, me pongo a pensar que muchas veces vemos ese campo tan lejano, con sus historias, leyendas, asustadores criollos y demás y que contamos sus historias en casa, en el asado, seguros bajo los focos del alumbrado público, mirando las estrellas desde nuestros patios embaldosados y tal vez, esos protagonistas del campo, esos misterios a que nos referimos con cotidianidad, están más cerca de lo que creemos.
0 comentarios:
Publicar un comentario