Ubicado al norte del Uruguay, sobre el km 388 de ruta nacional n° 5, Tacuarembó, el departamento más extenso del país, es una tierra bella, pacífica, tentadora, cuya historia mezcla, entre otros hechos, el fin de la hazaña Artiguista, con la batalla de Tacuarembó o la masacre de los últimos charrúas refugiados en el Salsipuedes e infinidad de muchas otras que se complementan con la vida moderna del hoy. Pero también existen aquellas historias que pueblan la campaña oriental, que las susurra el campo, que la cuentan los rincones de la ciudad, que las ha escuchado el paisano o el vecino, o incluso las han vivido. Son esas historias que pretendo publiquemos juntos, para revivir lo que muy pocos parecen recordar, que existe un Tacuarembó paralelo, un Tacuarembó que cuenta otras historias, el Tacuarembó oculto. MAIL DE CONTACTO: tacuaoculto@hotmail.com.ar

domingo, 24 de octubre de 2010

ENCUENTRO EN GILOCA

El lobizón es el asustador criollo más popular en ambas orillas del plata y aquí en nuestro país, no hay, seguramente, alguien que alguna vez no haya oído hablar de este hombre maldecido, que se transforma en las noches de luna llena y que vaga por los campos, pudiéndosele atravesar a un pobre paisano cuyo destino no fue el mejor, e incluso a nosotros, citadinos en busca de aire puro en una noche de acampada. ¿No es eso lo que nos cuenta la tradición oral?

Hace dos años, un obrero de la construcción, me contó un episodio de su vida que le ha costado olvidar y que tiene relación, o eso supone él, con el popular lobizón. Les cuento aquí lo que en esa oportunidad de él pude escuchar.

Hombre de pesca, hijo del monte, acostumbrado a la caza y el compartir con la barra las noches serenas y las carpas, con un buen amigo de años, decidieron hacer una salida “cortita” nomás; de una noche para ser precisos. Así escogieron la zona de rincón de Giloca, que dista poco mas de 20 kilómetros de nuestra ciudad, Tacuarembó, eso es a unos veinticinco minutos. Con la intención de cazar unos tatúes, se embarcaron una noche con una perra de esas bien criollas, baqueanas, acostumbrada a este tipo de salidas y que suelen ser la mejor compañía en los vastos campos de nuestro país. Llegaron ya entrada la nochecita, dejaron la moto muy cerca del camino vecinal que habían tomado y una vez se alejaron de la carretera (ruta 26), armados nada más que con ganas, una tatucera y la fiel perra, comenzaron a andar el campo, bajo un cielo despejado. Dice nuestro amigo que ni una brisa soplaba, todo estaba tranquilo, una noche perfecta; pero una noche que empezó sin novedades. Pasaron las horas y las mulitas y tatúes no daban señal de vida; nada. La pequeña perra como siempre nunca fallaba, acostumbrada estaba a ir delante, nunca esperaba a que se adelantaran. Atentos a la menor señal, esperaron a que se detuviera, allí sabían, darían el golpe. Más no sucedió.

Por fin decidieron volver; habían disfrutado de una noche preciosa pero mala para la caza. Llegando entonces a una tapera, que quedaba, según recuerda, sobre una loma, vieron que la perra estaba quieta, muy quieta. Seguro que algo había visto. Cuando por fin llegaron, procurando no hacer ningún ruido, prontos para la primera presa, se encontraron con una sorpresa. Frente a la perra, a unos pocos metros, entre el pastizal, se alzaba un animal que no supo describir a la perfección, porque como me contó, nunca había visto un “bicho” así. Al principio no distinguió si era un jabalí; podría ser, pensó. Un animal grande y oscuro por nuestros campos tiene que ser un jabalí; pero no, se dijo, cualquiera sabe (o algunos sabemos) que el jabalí es un animal que no tiene el hábito de atacar a las personas, a excepción claro, de que se encuentre acorralado, en ese caso son extremadamente peligrosos. No, eso no era un jabalí, porque este sería entonces el primero que no solo no huía sino que además hacia frente a los hombres, sin mencionar a la perra, que para entonces seguía sin moverse ni un ápice. Para empeorar la situación, ambos notaron que obviamente estaba aterrada. Le pregunté entonces sino se hablaron, sino dijeron algo o gritaron tratando de ahuyentarlo. Me dijo que fue uno de esos momentos en que uno se queda sin palabras y contempla sin saber qué hacer. Con el animal frente a ellos, ninguno se movía. La perrita fue la primera que se retiró parándose detrás de los dos. Eso fue, según me dijo, algo que nos despertó, es decir, algo andaba realmente mal. Lo más extraño es que sin mediar palabra, ambos se dieron la vuelta lentamente, como de común acuerdo y comenzaron a caminar sin una idea fija, sin una intención clara, solo alejándose de aquello. No miraron atrás, no hablaron por un buen rato. Solo después de caminar, lo que tal vez creyeron suficiente, comenzaron a hablar de lo que habían visto, a sacar conclusiones. Cuando me contó la historia parecía dudar en decirme qué pensaban en aquel momento. Me dijo dos, tres cosas. Cuando le pregunté si creía que había sido el “famoso” lobizón, me dijo que no sabía, que podía ser, porque nunca habían visto un animal así, sobre todo hallaron extraño el tamaño y la actitud; la falta de miedo al hombre.

Pero volvamos a ese momento, cuando están caminando por el campo, la hora seguía avanzando e increíblemente me dijo que no habían abandonado la cacería, seguían comentando lo que había pasado mientras buscaban las escurridizas mulitas, pero eso sí, caminando ya rumbo a la moto. Se dieron cuenta entonces de algo que ya habían notado, aunque hasta el momento ninguno había querido mencionarlo; la perra no era la misma de siempre. No iba delante tratando de robarse el espectáculo, iba detrás y casi a cada momento se detenía, giraba la cabeza y miraba en dirección a donde habían visto el extraño animal. Eso fue el detonante para darse cuenta que la situación no era la mejor; algo los seguía. Desde allí fue una caminata con tintes de carrera. Cuando por fin llegaron al camino, arrancaron la moto y volvieron aquí, a la ciudad; no muy lejos, por supuesto.

A pesar de que he contado la historia con algunos “adornos” literarios (dentro de mis limitaciones), estos solo tiene la intención de hacerla más disfrutable, no tan simple, pero les puedo asegurar que los hechos que en ella narro no son producto de mi imaginación sino que me los contó lisa y humildemente uno de sus protagonistas, a quién respeto como cualquier otro que tenga una historia que contar. Será luego cada uno, que con su libertad de opinar, “juzgará” si es verdad o no.

¿Saben?, me pongo a pensar que muchas veces vemos ese campo tan lejano, con sus historias, leyendas, asustadores criollos y demás y que contamos sus historias en casa, en el asado, seguros bajo los focos del alumbrado público, mirando las estrellas desde nuestros patios embaldosados y tal vez, esos protagonistas del campo, esos misterios a que nos referimos con cotidianidad, están más cerca de lo que creemos.

sábado, 23 de octubre de 2010

DIFUNTA CORREA: LEYENDA Y CULTO

Una de las experiencias más gratificantes de mi vida, y cuyo solo recuerdo me llena de felicidad, es la de viajar muchos veces a Paso de los Toros con mis tíos, Mirna y Raúl (aunque con mi hermana siempre les llamamos cariñosamente, tía Lala y tío Lalo). La parada obligatoria de dichos viajes, era siempre un lugar que me despertaba curiosidad y me llevaba a imaginar cosas propias de un niño; lugar que aún hoy es sitio de peregrinación de miles de devotos, que como mis tíos, creen en los milagros de a quien el pequeño santuario ubicado muy cerca del arroyo, está dedicado, la Difunta Correa. Pequeño y hecho de material, se asemeja a una capilla, que rodeada de cientos de botellas, flores, placas y cartas demuestran el agradecimiento de miles que recibieron la ayuda de esta mítica figura que trasciende fronteras. Recuerdo que mis tíos siempre me repetían lo importante que era agradecerle el tener un viaje seguro. Mi tía me contaba entonces, que la Difunta Correa había sido una señora que había muerto de sed y que todos los que pasaban por el santuario le pedían milagros, dejándole como agradecimiento botellas de agua. Recuerdo que solía imaginarme a dicha señora caminando por la ruta, con un sol a pleno, con muchísima sed y que llegando finalmente al arroyo, a pocos centímetros, desfallecía. Increíble, pero en definitiva era un niño y mi imaginación siempre fue muy prolífica. Pero hoy, que me he decidió a bucear en las historias de nuestro Tacuarembó paralelo, me propuse compartir con ustedes esta experiencia, investigando un poco más. Muchos, tal vez, conocen la historia de la Difunta Correa, otros como yo, por primera vez nos acercamos a ella.

Era el año 1814 y en Argentina estallan una serie de guerras civiles que se prolongarían hasta el año 1880, resultando de ellas, entre otras cosas, la forma de gobierno que rige al país hasta la actualidad. En dichas guerras participaban, entre otras fuerzas, las montoneras, unidades de extracción rural, generalmente de caballería, conducidas por caudillos locales y que se alzaban contra el gobierno provincial. Como suele suceder en tiempos de guerra, la población civil es la que más sufre las consecuencias. Las tropas regulares y las montoneras saqueaban pueblos a su paso, reclutaban a los hombres para engrosar sus fuerzas y violaban a las mujeres.

En algún momento entre 1840 y 1850, una tropa montonera venida desde la Rioja y de paso por San Juan, lleva a cabo la “leva” (reclutamiento) entre los hombres del pueblo. Baudilio Bustos, esposo de Deolinda Correa, es también reclutado, a la fuerza, como la mayoría de los hombres. Cuenta la historia que por aquellos años, el comisario del pueblo pretendió que la bella Deolinda (la tradición oral nos cuenta que era una mujer de buena presencia) contrajera matrimonio con él, negándose ésta a serle infiel a su esposo, más aún con una persona a la que no quería. Ante la difícil situación de estar desamparada y además de sufrir el acoso de este hombre, Deolinda decide emprender un viaje que la llevara a ella y su hijo tras los pasos de su esposo y la tropa montonera. Así, parte desde su casa, en calle Dos Álamos, en la zona “La Majadita”, hoy departamento 9 de Julio, Provincia de San Juan, cargando solamente lo que lleva puesto, su hijo recién nacido, algo de pan, algo de agua y la esperanza de encontrar la base Riojana de las tropas montoneras y así formar parte de las miles de mujeres que también seguían a sus esposos y que acampaban allá donde estuvieran.

La travesía la llevaría, seguramente, a través de “Villa Independencia” antigua zona capital de Caucete, después de cruzar el Río San Juan en balsa. Luego, y tal vez huyendo del hombre que no deseaba, cruzará médanos y cerros, en una dura travesía, deambulando sin rumbo fijo antes de encontrarse en “Vallecito”, una localidad al este de la provincia de San Juan, a la que habría llegado ya exhausta y casi sin vida. La mañana siguiente los arrieros Riojanos, Tomás Nicolás Romero, Rósauro Ávila y Jesús Nicolás Orihuela, encontraron el cuerpo exánime de Deolinda; pero increíblemente, su pequeño hijo, al que había aferrado a su pecho, permanecía con vida por haberse amamantado. Los arrieros enterraron a Deolina en “Vallecito” y llevaron consigo a su pequeño hijo a la Rioja. Desde aquí hay dos versiones. Una, nos dice que el niño falleció tras la primera jornada de viaje hacia la Rioja, que los mismos arrieros habrían vuelto para enterrarlo junto a su madre; la otra, cuenta que se crió con una familia del lugar. Lo mismo sucede con el esposo de Deolina, Baudilio Bustos, algunas versiones indican que murió en las montoneras, otras que volvió diez años después y falleció ya muy anciano.

Lo cierto es, que ya para las últimas décadas del 1800, la historia de la Difunta Correa era popular entre la gente del lugar y que poco a poco fue colándose en la vida de todos los que por allí pasaban, transformándose su historia y su imagen, en objeto de culto para muchas personas. Es así, que de aquella época data una lápida dedicada en su memoria y que reza (con error ortográfico): “Recuerdo de gratitud y justicia a la caritatiba alma Difunta Correa Q.E.P.D. Junio de 1895”.

“El milagro de la Cuesta de las Vacas”. Cincuenta años después de la muerte de Deolinda, Don Flavio Zeballos o más conocido por “Don Claudio”, famoso arriero del oeste Argentino, popular en Córdoba, San Juan, Santiago del Estero, La Rioja y Mendoza, fue el gran protagonista del milagro que recorrería América y llevaría la historia de la Difunta Correa más allá de fronteras argentinas. “Don Claudio” y su gente, habían sido contratados por una señora Cordobesa para llevar quinientas cabezas de ganado a Chile con el fin de venderlas, ya que allí existía un mejor precio para la carne vacuna. Atraviesan San Juan y a la altura de “Vallecito” deciden acampar. De pronto y durante la madrugada se desata una tormenta inusitada, que hacía creer que el cielo se iba a caer. Evidentemente que los animales se espantaron y quinientas cabezas de ganado corrieron despavoridas por el campo, dejando al arriero y su gente impotentes ante la situación. La angustia de este hombre debería ser inmensa, ya que no solo tendría que responder ante la persona que depositó en él un gran capital y toda su confianza, sino que además este era su medio de vida. Como contó su nieto, Don Contrera Zeballos, años después, aquella noche, su abuelo y sus hombres habían acampado a la altura de un barranco en el que había una cruz que indicaba la presencia de una difunta. Don Zeballos no era ajeno a las ya cuantiosas historias de milagros realizados por la difunta, por lo que, siendo un hombre de fe, le pidió a ésta en presencia de sus hombres, que si le ayudaba a encontrar la mayor parte del ganado, volvería y construiría una capilla para proteger su tumba y su cruz.

Partieron a la mañana siguiente y poco después encontraban el ganado en una cuesta que terminaba en una quebrada. Ni un solo animal faltaba, estaban todos juntos y sanos. No solo era difícil de creer que no faltara ninguno de los animales sino que además ante tremenda estampida, se suponía al menos que podrían estar lastimados, fracturados y demás. Don Flavio Zeballos cumplió con su trabajo y al regresar de Chile dispuso inmediatamente la construcción de una capilla que protegiera la tumba y la cruz de la Difunta Correa, tal como le prometiera. Desde entonces la quebrada es conocida como “la cuesta de las vacas” y la capilla de la difunta que una vez fue visitada por los arrieros que por allí pasaban, es visitada hoy por los modernos arrieros, los camioneros, que esparcieron su leyenda por toda América, y es así que nuestro país no escapa a su imagen, su culto y su historia.

Quiero dedicar esta humilde “entrada” a mis tíos, Lala y Lalo, gracias a ellos, mis segundos padres, me familiaricé con los libros, que hoy adoro y a mi Paso de los Toros querida, donde conocí grandes amigos y donde cultive mi gusto por la leyendas, los misterios y el mundo oculto que nos rodea.

Si fuiste protagonista de alguno de los milagros de la Difunta Correa o conoces a alguien que lo haya sido, ¿por qué no lo compartes?.





SANTUARIO DE TACUAREMBÓ SOBRE RUTA 5